lo que perdí en la pandemia
Ilustración por: Mariana de Lago.
Salud

Las pérdidas de la pandemia: desde la vitamina D hasta mi capacidad de proyección

Pueden ser cosas menores ante la situación que estamos viviendo, pero no dejo de prestarle atención a lo que pierdo en la cotidianidad.

Es indiscutible: algo se quebró. Está la vida de antes y la vida de ahora. Aunque el punto de quiebre exacto sea borroso. El fin de nuestra nueva realidad tampoco ha llegado. Aún así, nos vemos haciendo grandes balances, comentamos por lo bajo qué perdimos y qué ganamos en la pandemia. Añoramos nuestra vida pasada, estamos en permanente estado de espera. 

El último acontecimiento de mi otra vida lo ubico en la planificación de un viaje familiar para finales de marzo de 2020. Reservamos las cosas con tiempo, por las dudas. Ese por las dudas llega con el anuncio de la cuarentena obligatoria. Una semana después me siento frente a mi computadora y cancelo el alojamiento con vista a la montaña: pierdo el pasaje de avión, una posibilidad de escape y el traslado hacia el abrazo familiar. 

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Con el correr de los días entiendo que todo lo que he ido perdiendo entra en un segundo o tercer orden de importancia. El contacto físico con mis amigos, el café en el bar de la esquina, el abrazo de la abuela. Un cúmulo de frustraciones personales que solo pertenecen a una minoría con muchos privilegios. Pequeños pecados idiotas del otro lado del vidrio, donde la gente se enferma, se muere y no tiene la más mínima posibilidad de despedirse. A pesar de eso, no dejo de prestar atención a lo que pierdo en mi cotidianidad. 

Mi memoria empeora. Todas las noches tanteo algunas ideas viejas que quedaron almacenadas en mi cerebro. Algunas aparecen mientras duermo, pero no llego a anotarlas en el momento ni en la mañana del día siguiente. Es imposible que recuerde algo. Lo hablo en terapia, me preocupa; mi psicólogo intenta tranquilizarme y me dice que como he disminuido el nivel de socialización, entonces no hay mucho lugar dónde contar historias, repetirlas y recordarlas. Retomo ciertos fragmentos de Borges imaginando a Funes e intento buscar un sistema propio para superar este problema. Entiendo que la repetición de las historias me ayuda a consolidar ciertos recuerdos, así que llamo a mis amigos y les cuento día a día un acontecimiento importante. Aunque sea mínimo, no quiero restarle peso. 

Llega  el invierno y se reduce la poca luz que esquiva los edificios del centro de Buenos Aires. Intento buscar el pequeño rayo del sol en la fila de la verdulería, pero no es suficiente. Cada día me veo con más ojeras, más pálida y con más dolores musculares. Mi cara comienza a despedirse de su color original y la forma de mis arrugas se hace más notable. Mi médico me dice que no descuide mis defensas, que es fundamental prestar atención a mi salud. Decido entonces hacerme los exámenes de rutina. Mi pequeña dosis de hipocondría supone que padezco de anemia crónica: en mi imaginación tengo anemia al menos una vez al año. Me dan los resultados días más tarde. Efectivamente estoy perdiendo Vitamina D en la sangre y hay una leve disminución de los glóbulos rojos. La consecuencia de eso es la pérdida casi total de mi productividad: escribo menos notas por semana, se me escucha decaída en el podcast que grabo, llego tarde a dar el listado de películas para la curaduría de una galería de arte.

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Empiezo a comprar cosas por Internet que realmente no necesito. Pido un mat de Yoga que no uso ni de alfombra. Se queda parado en una esquina, intacto, sin un minuto de meditación encima. Pierdo más dinero en un soporte para la computadora. Apenas lo tengo en mis manos noto que es demasiado grande, que tengo que hacer un juego de acrobacia para abrirlo, usarlo y cerrarlo nuevamente. Desisto rápidamente de su utilidad y hago un simulacro de regalo pensado para mi hermano menor. Pido comida casi todos los días. Compro libros y vino, cajas enteras de vino tinto que comparto con mi vecina. Para las doce de la noche ya me tomo dos copas y el dinero se convierte en arena que se me escapa de los dedos. 

Después de meses vuelvo a tener sexo, esta vez con una persona que me gusta. Todo va bastante bien hasta que inmediatamente, cuando terminamos, me siento insegura con mi performance. Me siento inútil, me veo oxidada, como si mi memoria también se hubiese comido mis movimientos. Para ese entonces entiendo que es la primera persona que toco en meses. Ruego para mis adentros no haber dejado atrás el deseo de contacto. 

Logro recuperar el pasaje perdido en marzo y lo uso en diciembre para ver a mi madre. Cuando la veo me cuesta el abrazo y me lleva tiempo el traslado al patio para que me dé luz natural en la cara.

Llega el brindis de fin de año y creo haber despertado de una pesadilla. Me levanto el primero de enero de 2021 y recibo un mensaje de un amigo que me escribe desde París deseándome un feliz nuevo comienzo. A continuación me hace una serie de preguntas sobre mis proyectos a mediano y largo plazo: “¿Cuáles son tus planes?” “¿Tu idea es quedarte en Buenos Aires?” “¿En serio te quedas en Argentina?” “Me dijo Martín que estás bien”. Un río de sudor me recorre el cuerpo. Miro la pantalla y entiendo que perdí mi capacidad de proyección. Lo más inmediato que me sale es el enojo. Le digo que, para su información, el mundo se ha convertido en un lugar incierto. Que el universo se declaró indeterminista y que lo estoy sintiendo tanto en pequeñas como en grandes decisiones. Hasta el día de hoy no responde y mi capacidad de proyección todavía es un tema en terapia.