Jugando a cruzar la frontera

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Jugando a cruzar la frontera

"De todas formas este muro se va a caer".

"Así es como nos damos la mano aquí", me dijo Enrique Morones mientras empujaba la punta de su dedo a través de la malla del muro fronterizo de seis metros.

Me estiré y lo toqué. El activista de inmigración estaba en los Estados Unidos y yo estaba en México. Ambos estábamos en el Parque de la Amistad, un lugar compartido entre San Diego y Tijuana. Dos veces por semana, las familias separadas por cuestiones migratorias tienen permitido encontrarse aquí, presionando sus caras contra las barras oxidadas y el alambre corroído, esforzándose por estar lo mas cerca posible.

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Desde el parque, el muro va colina abajo, y a través de una playa, antes de finalmente desaparecer en el mar. El lado estadounidense está siempre desierto, pero incluso en enero, muchas familias mexicanas paseaban por la playa. Cuando llegaban al muro, todos paraban y miraban fijamente. Una tormenta reciente se había llevado parte de la cerca alambrada de la barrera, dejando únicamente las vigas de soporte, muy cercanas entre ellas. La arena había separado dos de estas vigas un poco más que el resto. Miré a las familias riendo y señalando, y esperé. Antes de que la frontera se cruzara, debían cruzar otra frontera en sus cabezas. La espera fue corta.

Un hombre corrió y lanzó una pelota a través de la grieta hacia la playa americana. Sus dos perros corrieron a buscarla, pasando fácilmente. El guardia fronterizo de Estados Unidos tomó sus binoculares y miró desde el Parque de la Amistad mientras los perros regresaban. Después, un niño de cinco años se deslizó entre las barras. Se mantuvo cerca en caso de que los agentes lo acecharan. Sólo hicieron sonar el claxon de su Land Rover, pero fue suficiente para mandar al niño escurriéndose de vuelta.

El siguiente niño fue más valiente. Cuando sonó el claxon, se mantuvo firme, escribiendo desafiantemente su nombre, "Luis", en la arena prohibida. Sus padres lo animaron. "Ahora eres americano", le gritaban. El próximo niño corrió varios metros por la playa correteando a las gaviotas extranjeras.

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Cada familia descubrió la diversión por sí misma. Se apretaron en la barrera para tomarse fotos. Se reían si podían pasar por entre las vigas, y se reían si no. Jugaban a empujarse entre ellos y cantaban "Born in the USA".

En ocasiones, las cosas se tornaron más serias. Uno de los padres, José, habló en un inglés perfecto sobre su infancia en California. Había sido deportado por manejar borracho en su adolescencia. "De todas formas", insistió, "este muro se va a caer". Mientras tanto, podía ver a su hijo de cuatro años, Patricio, cruzar la frontera invisible, una y otra vez, casi como si no existiera.

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