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Distrito Feral

‘Serpientes a bordo’, en la vida real

Cuando las metí contrabando a un vuelo internacional.

A diferencia de la película, la presencia de los organismos de sangre fría a doce mil metros de altura, no correspondía a un fin de sabotaje. No. La razón detrás de que yo intentara disimular a toda costa los sospechosos bultos, nada tenía que ver con un intento por secuestrar la aeronave. Es más, las serpientes que llevaba escondidas en los bolsillos, ni siquiera eran peligrosas. Nervioso sí estaba, pero no por un motivo terrorista. Quizá por eso no fue requerida la intervención de Samuel L. Jackson.

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Viajaba de Houston, Texas, a la capital mexicana sumido en la miserable angustia que ocasiona la probabilidad de terminar en la cárcel. Quizás suene un tanto exagerado, pero la verdad es que no sabía en qué acabaría mi desgracia si era descubierto. Unas horas antes había colocado a los ejemplares: una espléndida pareja de boas Arcoíris, dentro de dos sacos de lona y estos, a su vez, en el interior de las bolsas laterales de mi pantalón tipo cargo. Además viajaban de incógnito conmigo cinco ranas venenosas, del género Dendrobates, empaquetadas en fundas de casetes con musgo húmedo para que no se deshidrataran.

Si el término "tráfico de especies" comienza a fraguarse como una posibilidad del acto descrito, es imperativo aclarar que no se trataba de un crimen tan vil. Los ejemplares eran perfectamente legales y habían nacido en cautiverio. Sin embargo, la operación podría haber sido condenada como contrabando, pues los animales estaban cruzando la frontera sin ser declarados.

En aquella época importar animales exóticos a México involucraba tramitología basta, alta probabilidad de terminar inmerso en los círculos de corrupción aduanal viéndose uno obligado a soltar una mordida generosa y el requisito indispensable de que los organismos pasaran varias semanas de cuarentena en las bodegas del aeropuerto (no hace falta mencionar que estos no lugares del sistema mercantil se alejan en demasía de las condiciones necesarias para mantener con buena salud a fauna tan frágil).

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En ese momento de mi vida estudiaba biología, me dedicaba de lleno al manejo y reproducción de anfibios y reptiles en cautiverio, y tenía un herpetario que, a mi gusto, rivalizaba con las instalaciones del zoológico de San Diego. El problema era que resultaba casi imposible conseguir legalmente en el país ejemplares de buena calidad y a un precio razonable. Por eso fue que me vi empujado a resolver la cuestión de otra manera y, aprovechando una visita familiar a Houston, adquirí algunos especímenes que me interesaban con el firme propósito de regresármelos escondidos al DF.

Dendrobates tinctorius.

Quizá para todo aquél que desconozca por completo el mundo de la herpetofilia será complicado entender los motivos de arriesgar el pellejo de esta manera. Lo que sucede es que los gringos, en general son sumamente dedicados. Se toman la cuestión de la manutención de fauna exótica en cautiverio tan a pecho que cuidan más a sus animales que a sus propios hijos. O, al menos, esa fue la impresión que me dio cuando entré a Reptilian Paradise. El sueño húmedo de cualquier aficionado a la diversidad escamosa de seres vivos.

Previo al viaje, había localizado el establecimiento por internet. Lo que me llamó la atención de ese negocio en particular, fue que Sandy O'Connor, la dueña y encargada, sólo vendía animales nacidos en su tienda. Pasé dos horas entre los terrarios de aquel paraíso reptiliano hablando con la gordita de Sandy como si nos conociéramos de toda la vida. Cuando por fin hice mi elección, me fueron mostradas imágenes de los padres y abuelos de los organismos que me llevaría. El iridiscente árbol genealógico terminó de confirmar mis dudas sobre si valía la pena intentar jugar al pollero zoológico y franquear la frontera con los migrantes indocumentados de sangre fría bajo mi brazo.

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De regreso al hotel me encontré con la primera dificultad: María y Rut, las primas con las que viajaba, le tenían fobia a las serpientes. Ante la noticia de mi reciente adquisición, decretaron con alto grado de histeria que yo estaba completamente orate si creía que todos abordaríamos el mismo avión. Siendo que eran mis primas mayores, y que éramos una familia bastante unida, no me resultaba tan fácil mandarlas por completo a la chingada. Por lo cual tuve que recurrir a todos los métodos de persuasión que confiere el carácter de ser hijo único.

Cuando vieron que las crías de boa no medían más de treinta centímetros y comprobaron que los sacos de lona dentro de los que harían la travesía eran cien por ciento a prueba de fugas, se tranquilizaron levemente. También ayudó un poco la belleza de los ejemplares. Las boas Arcoíris de la especie Epicrates cenchria cenchria son, sin duda alguna, unas de las serpientes más hermosas que existen. Color rojo ladrillo con patrones negros que delimitan ojuelos rosa y naranja fluorescente. Reciben su nombre debido a que, bajo los rayos de luz, su cuerpo se hace un efecto tornasol, su piel destella brillos iridiscentes que dan la sensación de que estuviera cubierta por aceite.

Boa arcoíris.

Y las ranas no se quedaban atrás; había dos Dendrobates azureus, azul cobalto con manchas negras y tres Dendrobates tinctorius, mitad blancas y mitad azul cielo.

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Tras una larga y acalorada explicación, y luego de deslindar responsabilidades en caso de que yo fuera atrapado con las manos en la masa, mis primas accedieron a subir a la misma aeronave que las sabandijas. Pero concluyeron que no participarían de manera alguna en el contrabando. Lo cual no me preocupaba gran cosa, pues estaba seguro de que en los aeropuertos jamás te cateaban a menos que les dieras una razón a los policías para hacerlo. Craso error.

El check in fue tortuoso porque a María se le ocurrió, ¿por qué no?, perder su visa. En ese momento delicado, en el que lo último que deseaba yo era atención por parte del personal de la aerolínea, mi prima extravió su documento más importante. Con la ayuda de varios connacionales que se apiadaron de nosotros y bajo la mirada inquisidora de las señoritas del módulo de registro, nos llevó quince minutos de búsqueda frenética encontrar la visa tirada a la entrada del estacionamiento.

Suspiro detenido, sudor en la frente, elección de asientos, documentación de equipaje y después esa mini entrevista tan idiota que hacen los gabachos: "Do you have with you a bomb or any other thing that could be used to injure the crew members?" No. "Are you planning to highjack the plane?" No. "Are you a terrorist?" No. "Do you have anything you want to declare? Explosives? Weapons? Drugs? More than 10 000 dollars in cash or goods?" No, no, no, no y no… eso quisiera. "Do you carry with you live animals, plants or any other organic material like soil or fungus?" Of course not.

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La sentencia estaba hecha, a partir de entonces, si era descubierto podría ser acusado de mentir a las autoridades y no hay nada que les guste menos a nuestros vecinos del norte que ser engañados. Salimos a fumar. La tensión iba en aumento conforme se acercaba el momento de pasar el control de seguridad.

Dendrobates azureus.

El plan era simple, pasaría el detector de metales con las boas dentro de las bolsas laterales del pantalón y las fundas con las ranas dentro del chaleco. Sonaba tan fácil que no podía ser verdad, y como sucede en tales casos, no lo era. No había reparado en que nos encontrábamos en plena fiebre post 9/11 y las reglas habían cambiado. Con pánico descubrí que ahora era obligatorio quitarse los zapatos, el cinturón y cualquier tipo de abrigo; además de que algunos pasajeros, elegidos de manera aleatoria, eran registrados por los guardias manualmente. Se me formó un nudo en la garganta y en mi pecho se desató una taquicardia angustiante. Comencé a dudar del éxito de la misión y me recriminé la estupidez de considerar que sería pan comido. La pantalla de salidas confirmó que debíamos dirigirnos de inmediato a la sala de abordaje.

Con ansiedad coloqué a las ranas dentro del back pack, pensé que quizás eran tan pequeñas que no las detectarían. No obstante, las serpientes no tenían oportunidad de pasar inadvertidas por la pantalla de rayos X. Me encaminé hacia la fila de revisión con el corazón a punto del paro cardiaco. Mis primas me seguían pálidas como geishas. Yo procuraba dar pasos cortos para que los bultos de mis bolsillos no fueran obvios. Entregué mi pasaporte y el pase de abordar, la sonrisa de quien lo revisó me pareció funesta. Todo estaba cubierto por un velo de irrealidad. Sentía que lo que me rodeaba era parte de un sueño incómodo. Pero mis sienes pulsaban con fuerza recordándome que estaba despierto y al borde de poder cagarla en grande.

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Coloqué la mochila sobre la banda. Estaba tan perturbado que no adiviné que mis primas hacían el acto heroico de distraer al señorcito encargado de analizar la pantalla. Sucede que era paisano. Rut y María aprovecharon el hecho de la nacionalidad compartida, para coquetearle y bromear sugestivamente. ¡Viva la familia! El güey estaba tan contento con las insinuaciones de las pasajeras que fácilmente podríamos haber pasado una bazuca. Crucé el detector de metales como flotando. La suerte quiso que al vato que me precedía en la fila le tocara ser cateado, por lo cual a mí se me otorgó paso libre. Recogí la mochila con manos temblorosas sin aún estar seguro de porqué todo había salido tan bien y me encaramé en las escaleras mecánicas. Mis primas me alcanzaron gritando de júbilo. Queríamos gritar, pero nos vimos forzados a contenernos, tanta algarabía era definitivamente sospechosa y hasta no estar sentados en el avión a doce mil metros de altura no podíamos cantar victoria.

Pitón australiano.

El vuelo transcurrió sin novedades. Lo único peculiar era que mis bolsillos se revolvían activamente debido a que las boas Arcoíris son de hábitos nocturnos. Pero ni las azafatas, ni los otros pasajeros, se percataron del asunto. No obstante, me asaltó una inquietud: si yo viajaba con un par de serpientes y ranas polizontes, qué no llevarían consigo todos los demás tripulantes.

La llegada a México me preocupaba un poco menos. Aún cunado me tocara el semáforo rojo en el aduana, era sumamente improbable que se me pidiera sacar el contenido de mis bolsillos. Además contaba con dos cómplices que ya habían demostrado su gran capacidad para cambiar el foco de atención. Pero no fueron necesarios sus dotes distractores porque nos tocó luz verde. Nos fuimos a casa con la adrenalina a tope.

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Después del éxito obtenido, realicé la maniobra en dos ocasiones posteriores. La primera con dos boas de arena kenianas, Gongylophis colubrinus, en un vuelo que partía de San Diego; y la segunda, muy a pesar de mi amiga Ana que me acompañaba hecha un manojo de nervios, con una pareja de pitones australianos, Morelia spilota cheynei, que primero introduje por tren de Nueva York a Canadá y después de Montreal a México por vía aérea. En este último intento estuve extremadamente cerca de que me agarraran. Por lo cuál decidí conformarme con lo que había logrado hasta ese momento y, a partir de entonces, nunca más tenté al destino repitiendo la osadía de hacer real la premisa de Serpientes a bordo.

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