A las seis de la tarde tomamos la salida a la Autopista 12 hacia Gascoyne, Dakota del Norte. Habíamos manejando durante una semana por todo el Medio Oeste de Estados Unidos.—¿Crees que lo logremos?—Lo lograremos.El sol se desvaneció en el tipo de atardecer dorado de los anuncios de Marlboro. Lo habríamos encontrado hermoso si no fuera por la preocupación de no haber visto rastros de la construcción del oleoducto Keystone XL. Nuestros celulares no tenían señal. Yo tenía esperanzas; Pete estaba insistente.
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Manejamos por el centro de la ciudad y en las afueras.—¿Deberíamos regresar?—Después del siguiente cerro.Nuestra camioneta para 12 pasajeros estaba vacía excepto por Pete, yo y los fantasmas de nuestras pasadas giras de rock.Y de repente allí estaba, antes de que la carretera se alzara: kilómetros y kilómetros de tuberías verdes de casi un metro de ancho, apiladas en cuatro y alargándose por cientos de metros. Su tranquilidad era tan sorprendente como abrumadora. Para algo tan caro y debatible, uno creería que habría manifestantes, propaganda o incluso algún pequeño símbolo. Pero la falta de pompa era adecuada. Gran parte de las conversaciones y apretones de mano son dominados por los que hablan más fuerte, anulando a cualquiera en medio. De cerca y en persona, el oleoducto era menos atemorizante.No era el metal apilado el que contaría la historia de Keystone. Más bien serían los granjeros y trabajadores que conocimos en el viaje. Para personas como Bill Scheele, alcalde de Steele City (cuya población es de 61 personas) —que es donde el ducto se junta con otras tuberías que llevarán las arenas bituminosas canadienses a las refinerías y a los puertos en la costa del Golfo—, esto significaba trabajo, comida en la mesa, ingresos, nóminas a la petrolera canadiense TransCanada y, sobre todo, la supervivencia de sus pueblos.En el condado de York, Rick Hammond y su familia de granjeros de Nebraska han peleado contra la construcción del oleoducto durante seis años. El riesgo de un derrame, que contaminaría el acuífero Ogallala que provee de agua a su familia y a los cultivos —su sustento— pesa mucho en su mente. Como quienes están del otro lado del debate, Hammond ve el oleoducto en términos de supervivencia.
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Más al norte, en Stuart, Nebraska, las calles estaban vacías debido a que el equipo de basquetbol de niñas estaba compitiendo en las eliminatorias estatales. Los nombres de las jugadoras aparecían en enormes pancartas en todo el pueblo. El bar central en la calle principal no parecía el tipo de lugar donde encontrarías gente que esté de acuerdo con el presidente de EU, Barack Obama."¿De casualidad conoces a Lloyd Hipke?" le pregunté al cantinero mientras me terminaba mi almuerzo y mi Budweiser con clamato. Los clientes se unieron de inmediato: denunciaban al oleoducto y me daban números telefónicos.Media hora después nos detuvimos en la granja de Wynn Hipke, el hermano de Lloyd. Los Hipkes son granjeros que se unieron contra el oleoducto de TransCanada. Wynne, con sombrero de vaquero y en su pickup, nos llevó por toda su tierra, exasperado. "Es tan político, tan dependiente del dinero… No tienen sentido común", dijo. En casa de su hermano conocimos a su cuñada, Vencille. Ella señaló su pozo, por el que pasará el oleoducto. "Dijeron que tendrá un impacto insignificante. Bueno, nosotros somos lo insignificante".En febrero de este año, Obama vetó la construcción de Keystone XL. Así que al menos en las noticias, esta amenaza está muerta. Vetar un motivo de orgullo dentro del Congreso mayoritariamente republicano fue una enorme victoria para la administración de Obama. Pero en las granjas de Nebraska, las reservas de Dakota del Sur y los pueblos petroleros de Montana —en las comunidades que ven el ducto como su condena, pero también como su salvación— había un extraño consenso de ambas partes. Las administraciones cambian y los líderes van y vienen, pero hay demasiado dinero, orgullo y política envuelta en el ducto de Gascoyne, el petróleo de FortMcMurray y el acuífero Ogallala como para que se termine de una vez con todo.
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